Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del autor. Todos los derechos reservados.
Copyright: Maite Valderas, 2019.
Llegaba tarde a su primera clase de yoga. ¿Yoga Hilda?, ¿en serio?, ¿qué será lo siguiente querida?, ¿quizá vestirnos de hippie con un fular en la cabeza?
Su crítica interna siempre estaba al acecho para hacerla sentir ridícula y un tanto torpe en sus decisiones. Pero a pesar de las duras palabras que siempre la acompañaban en su cabeza, se sentó en el primer hueco que encontró, por supuesto al final de la sala y lejos de la mirada del instructor. Llevaba unas mallas negras de licra y una camiseta ancha de color blanco con una gatita rosa dibujada en tonos acuarela. No sabía si debía de descalzarse o dejarse los calcetines puestos. Se sentía fuera de lugar al verse rodeada de personas en silencio, sentadas en el suelo y con las manos en el corazón en forma de rezo.
Tomó aire con resignación, e imitando lo que veía a su alrededor cerró los ojos y comenzó a respirar, y a cada respiración lenta se sentía aún más ridícula.
No veía claro cómo el relajarse y unos cuantos estiramientos la iban a ayudar a superar su enfermedad. O al menos, a apoyar su recuperación.
Ni siquiera tenía muy claro si le importaba a alguien que ella se sanara, ni el valor que aportaba a su alrededor.
Mientras navegaba en un mar agitado de pensamientos destructivos, Hilda escuchó por primera vez la cálida voz de Mateo explicando cómo respirar correctamente.
—Toma aire por la nariz mientras el abdomen se expande. Lentamente déjalo ir por la boca como si acariciara suavemente los labios. Siente como el aire sale tan pausadamente de tu interior que parece un susurro. Un cálido susurro que nace de tus entrañas para manifestar un estado tranquilo, relajado y profundamente natural.
La voz calmada y amorosa de Mateo, mágicamente, abrió una brecha en ese mar agitado como quien quita el tapón de una bañera. Como si su voz activara un botón mágico en Hilda derritiendo las fronteras del miedo a morir. Y tras toda esa porquería de destrucción, por primera vez en mucho tiempo, su crítica interior se calló y salió el sol en villa Hilda.
Pensó que quizá un poco de incienso, y una atmósfera de paz no le iban a causar ningún sarpullido como pensaba en un principio.
A pesar de que la vida se le escurría de entre sus dedos, ese sol brillante la acompañó durante toda la clase, en cada respiración, en cada postura y movimiento mientras Mateo la guiaba, con su cálida voz, hacia un lugar sagrado que por el momento era totalmente desconocido para ella.
Hilda era mucha Hilda.
No le bastaba con decirse porquerías todo el día, sino que, además, había bautizado a esa terrible y endemoniada parte de ella como «la Jeny».
La Jeny. Esa maravillosa y agradable crítica interna que más que una boquita de piñón tenía una lengua de víbora, y muy afilada.
La Jeny, ¡ay, madre mía con la Jeny cuando escuchó el diagnóstico del doctor! La Jeny le recordó a Hilda que se había enfermado por lo gorda que estaba, por toda la cola y cruasanes de chocolate que se había zampado a discreción y por los cafés requemados de 35 céntimos de la máquina expendedora. La Jeny, como si no hubiera un mañana y tuviera que arreglar el mundo hoy mismo, al menos el de Hilda, siguió soltando lindezas por su boquita.
Sin embargo, Hilda escuchaba al doctor en silencio mientras le explicaba su corto pronóstico de vida. Le sudaban las manos al imaginarse a un monstruo invisible susurrándole en la nuca que se aproximaba el gran final. Y aunque se esforzaba por aparentar equilibrada y dar una imagen de mujer madura que puede con todo, una feroz tormenta se fraguaba en su interior.
En villa Hilda se había oscurecido el día. Y ni la luna ni las estrellas se atrevieron a acompañarla en esa gélida noche de un repentino invierno.
Esta vez llegó puntual a su segunda clase de yoga y con la Jeny a raya.
—Puntito en boca querida —le dijo amistosamente—, que hoy mando yo.
Mientras todos iban llegando, sentándose y acomodándose en sus colchonetas, Mateo encendía el incienso, una velita de té de color blanco, y hacía sonar unas campanillas metálicas que le transmitían mucha paz.
La clase comenzó con “el saludo al sol”. Eso le sonó a el «cara al sol» que tantas veces había tenido que entonar, de mala gana, en el colegio. Y al darse cuenta de que no se trataba de una canción, si no que la cosa iba de posturas de yoga, se sintió ridícula.
Se sentía más perdida que un pulpo en un garaje. Los chacras, las asanas y los mantras, todas eran nuevas palabras que le sonaban a chino mandarino, o como poco le parecían cosa de unos cuantos frikis místicos que las habían puesto de moda. Sin embargo, ella seguía todos los movimientos y posturas estáticas que marcaba Mateo. Y sin darse mucha cuenta, 2 meses y 8 sesiones más tarde, Hilda se marcaba unos saludos al sol de libro.
Las clases de Mateo eran para ella una cascada de agua refrescante para una sed insaciable de vida. Dentro de esas paredes sencillas y pintadas en color crema, ella libraba una gran batalla contra un ejército de soldados gigantescos. Sentía terror por no saber cómo vencer el veneno que escupían esas milicias, y un destello de cordura le decía que había otra forma de vivir. Mientras por dentro iba muriendo, sabía que debía haber otra manera de acercarse a lo inevitable con paz interior. Sentía que lo único que la calmaba era la tierna voz de Mateo. Su voz era una llave que abría rincones desconocidos en su interior, aunque habitaban dentro de ella desde siempre.
Hablemos de villa Hilda.
Villa Hilda estaba superpoblada por miles de millones de pensamientos, por un caos y una desorganización infinita, y por una desvalorización descomunal hacia su persona. Dentro de ella, como dentro de cualquier otra persona, había un diamante oculto, imperceptible de momento ante su vista.
No solamente la Jenny vivía en villa Hilda. También lo hacía Luz, su mejor versión y la parte de ella más sabia e intuitiva.
Luz afloraba en esos momentos en los que se hacía de noche en villa Hilda. No obstante, ni la niebla ni la oscuridad tenían nada que hacer con Luz. Luz era, en definitiva, su luz interior.
La misión más imperiosa de Luz no era luchar contra la Jenny, porque Luz abrazaba al mundo, y por supuesto, abrazaba a la sombra de Hilda. Sin embargo, Luz velaba siempre para que el mejor destino de Hilda se hiciera realidad.
A pesar de que Luz sabía que les quedaba poco tiempo, no le tenía miedo a la muerte. Sentía que la muerte era la última transformación de la vida hacia lo etéreo, y la unión más completa con Dios.
Hilda percibía su luz interior como una especie de penumbra que alumbraba sus inviernos y los transformaba en primaveras. Creía en Luz, y deseaba que estuviera más presente en su vida.
Luz era, es y sería su faro, su respiración profunda llenándose de vida, y el olor a flores frescas.
Sin embargo, Hilda se sentía nadando en una jaula sin puertas cuando perdía el contacto con Luz, y era la Jenny la que la despojaba de cualquier arma de defensa. Aunque estaba empezando a vislumbrar la llave que oxigenaba su villa particular.
¡Hola! Soy Maite, la escritora de este cuento.
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